jueves, 10 de enero de 2019

No amarás (Kieslowski, 1988)

Quién sana las heridas y quién las produce. Quién se alimenta de ellas y a quién le hacen morir. El entrar en lo desconocido, el robar, el usurpar, entrometerse en otra realidad distinta y de tiempo fugaz; el ser domado por el juego, acaramelándolo en un refugio entre muecas y balbuceos. Quién mira, quién se deja ver. Quién orquesta y en torno a qué. Quién baila con furia alrededor del fuego en la tranquilidad del salón. Esoterismo y razón.

Observar la realidad y ser observada. Llegar tarde, triste, sintiendo que ya nada es como era ni como nunca se imaginó que podía ser, con una tristeza que se derrama por su ser como una botella de leche por encima de la mesa. Y tras la que echarse a llorar. Sinónimo inequívoco del alimento más completo del mundo, el que nos hace vivir y crecer, y que Tomek, y hasta la madre de su amigo, deposita en la puerta de Magda al comenzar un nuevo día. La leche como prefacio del amor y también del sexo. Y que nadie, salvo Kieslowski, puede retratar mejor. Con el tempo adecuado, al milímetro; un color real; unas expresiones inmaculadas, sin caer en la estridencia y mucho menos en la superficialidad.

El sí a todo de un amor y el no a todo de una persona que ha probado un bocado del que renegar para terminar ansiando más. Los tres protagonistas ven todo desde su trinchera pero de repente al final se produce el cambio; escapar del cuerpo, mirar y ver a través de otros ojos. Emocionarse ante lo que ocurre allí. De la única forma de la que el amor adulto brota y vuelve a brotar.

viernes, 28 de diciembre de 2018

Wonderland (Winterbottom, 1999)

Esas copas que sobran y esos cigarrillos que echar de menos. El marchar, el quedarse; el permanecer y desvanecerse. La idea de unión, la conflagración; la necesidad, partir peras. El buscar sin gana, el ser despachado por la puerta de atrás. Un márchamo del mundo contemporáneo donde parece que lo emocional se vuelve irresoluble, como gigantescas ecuaciones de dudoso final. Donde ya no sirven los libros de historia que conocíamos, ni los consejos de nuestros familiares y amigos; donde todo es una revuelta personal, contra uno mismo y los demás; una comuna imaginaria repleta de fuerzas fratricidas y donde de las cenizas no hacen sino emerger ilusiones pero también resquemores.

Todo empieza y acaba dentro pero a través de lo que habita ahí fuera. Cada persona es dueña de sí pero víctima de los demás. Y lo que hay fuera también es víctima de esa familia con tres hijas. Y un hijo. Pero aunque las persianas estén bajadas o aunque la luz del sol sea cegadora siempre hay luces que se abren para brillar sin resultar dañinas. Se abren por que sí, sin más vueltas. Que cinco años después, 9 songs fuese como es, con todos sus momentos, buenos y malos, es mérito de esta película. No deja de ser una continuación.

Destacar sobre todo de Wonderland la grabación (un poco) a lo Dogma, cámara en mano, acelerando o ralentizando el tempo, porque el tiempo nunca ha sido una medida lineal con la que delimitar el todo; con una fotografía espectacular del modo de vida urbano y una banda sonora que se fusiona a la perfección con la imagen de los pubs con gente bailando o simplemente tarareando una canción con una cerveza en la mano mientras los han dejado plantados. Londres. Cualquier gran ciudad contemporánea. Un plano milimétrico de cómo y porqué se tambalean los cimientos de las formas de vida que nutren su existencia.

martes, 25 de diciembre de 2018

La copa

Rezuma aquí entre ese olor a plátano, a frambuesas, a Enate, Somontano, la voluptuosidad de un término demasiado añejo: ociosidad. Pero que vuelve a la carga entre buenos recuerdos y buenos vinos. Aunque más que recuerdos, pensamientos, porque no creo que el futuro se desligue mucho del pasado más allá de lo que conocemos como pensamiento. Su aroma a violetas es ancho en boca, te llena por dentro, y su retronasal es dulce, como un campo de melocotoneros, como si el vértigo de una tierra perfumada (Al Andalus) fuese el canto vehemente de los jilgueros que siempre están de aquí para allá, de paso.

Tus frases, otra vez, pensamientos, asomaban como un gato sobre una luna llena y, de tan llena, herida, recortándose sobre un foco que deposita en él algunas, quizá convalecientes, esperanzas. Quizá la imagen de su belleza, pura ironía macabra.

Y sin saber te intuía, y sin conocer lo sabía, y sin decir decía. Y "delegaba, aceptaba, asentía, afirmaba" que todo esto ya lo conocía, que todo esto tú ya lo conocías, que era un paso más que se vislumbraba en 2005, y más atrás, donde se pensaba todo lo que ahora se está terminando por decir aquí. Te diré también que soy como tú pero que me proyecto sobre algunas cosas de otro modo, que mi felicidad o infelicidad interior no condiciona la aventura y que mi substancia no se traslada allí en eso, se traslada a otras muchas cosas de las cuales yo soy el primer sorprendido. Pero bueno, siempre me tengo miedo,  sé que no sólo en Psicosis hay asesinatos en la intimidad de una ducha y sé también que en nuestro hogar todas las habitaciones terminan siendo duchas. Donde siempre ocurren cosas. Porque por nosotros pasan muchas cosas.

Como ya te he dicho antes en los últimos meses, sobre todo en tu caso, han ocurrido mil historias. Es indudable. Y con ello llegaron los reproches, comenzando estos por algo así como que empezaba la partida a regañadientes. Yo te diré que elegir blancas ya era cuestión de un tipo con objetivos. Y aunque suene a frase hecha te diré también que era cuestión de un tipo con adjetivos, de los que permanecen como el azúcar abajo en una taza de café, que te puede saber amargo en un principio pero que finalmente te llena de dulzor.

Y te dejo allí. Sí, ahí, entre medio no de trescientos y pico kilómetros, sino de una botella bordelesa, hasta la próxima línea que dibuje por mi parte. Un poco de sangre de esa de la que aquí siempre fuimos tan sobrados, hasta bañarnos y hasta el punto de dibujar por las paredes frases de alguna canción que tú y yo sabemos. Rebosando.

(Ya no queda nada en la copa)

sábado, 22 de diciembre de 2018

Desasosiego

Sus ansias a la hora de tomar aire de mis pulmones la delatan por completo. Cuando siento mi oxígeno perderse entre los confines de su organismo a los que es desterrado siento también perder algo de mi sangre para acabar sintiendo algo más vacío mi cuerpo y mi corazón. Me convierto en un pez que es forzado a cambiar la decoración amazónica por un conjunto de muebles valorado en poco más de 500 € y que echa de menos el rigor de sus condiciones naturales de vida. Aunque desde ese punto de vista ¿quién estará aquí para alcanzar el fulgor vital de dicho recuerdo? ¿Yo? Resulta de gran atractivo dar algo de la vida por apenas un poco de olvido, esa valiosa e interminable droga con la que doblegar el agobio de unas delgadísimas láminas de vidrio que ejercen la custodia de vidas como la mía, aunque a veces la ferocidad de sus efectos secundarios le hagan a uno replantearse la conveniencia de semejante trato.
   
Sus besos siempre constituyen lo mismo, un robo con intimidación, la boca de una pistola que sobresalta la aparente tranquilidad de mis entrañas. No es que nunca haya sido dado a cierto tipo de agresividad sexual, aquella que usurpa en lugar de pedir o dar, y que aúna la potencia de la juventud con el descaro de la madurez; esa energía intrínseca que gusta tanto del poder que pudiendo prescindir del cuerpo lo somete como esclavo. No, no se trata de eso y sí de grandes dosis de desasosiego que, en estos momentos, cuando Marta clava con fuerza sus dedos en mi espalda, me hacen eludir casi por completo toda la energía que emana de su cuerpo; astro, planeta de este Sistema Solar.
   
Las preocupaciones que me ha brindado la vida en esta estación de primavera de la que he partido rumbo a otro destino –obediente y fiel, como siempre la primavera, a la hora de regar con ardor ciertas pasiones comunes a toda la humanidad entre las que crecen desafiantes otras muchas que en la mayoría de las personas pasan mucho más desapercibidas- han barrido con esmero cualquier rastro de lo que ha constituido mi vida pasada. Pero, ¿qué digo sobre mi vida pasada? ¿Por qué me decanto una y otra vez por caer en la trampa que yo mismo me tiendo? ¿Por qué no tengo las suficientes agallas para mirarme al espejo, para introducirme en esa bañera en la que deseo bucear y encontrar entre sus aguas al Eduardo de hace un año y también al de hace seis? ¿Acaso sea demasiado grande el temor de encontrarlos hinchados y azules, descompuestos, o todavía peor, de no encontrarlos, olvidados pastos ya de la voracidad de otros peces?
   
Es mi estilo ponerme trabas, recrear mi vista en las cuerdas que castigan, siempre tensas, toda la superficie de mi piel. Sentir ese latente éxtasis que rodea al ser humano en sus ensimismamientos existenciales, ese regusto por la cruz ya sea clavado a ella o mirándola, siempre ocupada y con peso, desde tierra.
Por eso, por ejemplo, y antes de intentar desembarazarme de este enmarañamiento que crece con fuerza en mi seno para acceder a un interior mucho más real e incluso nítido, este beso se ha cortado. Por eso Marta ha retirado poco a poco sus labios de los míos, muy lentamente, burlándose de la actual noción de movimiento, dándome tiempo para subirme a un tren que se ha acabado esfumando porque yo he dejado que se esfumase, porque mi cabeza es ya un cuadro de Saura, con esos vaivenes blancos, negros y grises que se combinan en un único espacio con ánimo de representar lo irrepresentable, simplemente porque es real y existe.
Por eso no me cuesta nada abstraerme de ese beso que quiere hacer todo y al que no dejo hacer nada. En otras condiciones me dejaría llevar, perdería las fuerzas, o lo poco que ahora me queda de ellas, para unirme a ese torrente que valiente y voraz descubre nuevos giros en sus numerosos saltos hacia el vacío.
No quiero ni abrir los ojos. No quiero que mis desvaríos acaben tomando cuerpo y comprobar que la distancia a la que yo estoy de aquí es la misma que a la que ella está de aquí. Quiero darle el tiempo suficiente para que rápidamente ella –me- descubra mi sed de ella, de anestesia, de amparo en un cobijo que yo mismo me construí hace tiempo, pasados los catorce, donde por lo menos poder jugar y estar a salvo de algunas pulsiones.
   
Y todavía cuando nuestras narices no han dejado de tocarse, de asfixiarse mutuamente y de asfixiar también al poco oxígeno que todavía osa permanecer en esta habitación, Marta me vuelve a besar, inclinándose con fuerza hacia mí, haciendo que me extravíe en una oscuridad que es lo único que consigue ofrecerme algo de luz, no sé si de la forma que ella añora o de la que cree añorar. Y en la dilatación de aquellas bocas, y acaso también de aquellos sentimientos, vuelve a brotar el fuego que ilumina mis entrañas y que termina de dar vida a los rostros de todas esas personas que han estado cerca de mí en los últimos meses. Un puzzle de cuatro piezas donde a mayor gloria de Picasso se revuelven cuatro rostros tan íntima y pictóricamente ligados que acaban por conformar uno solo, y que con ese gesto sombrío y cansado parece remitir a la desesperación más absoluta. Sólo en el rostro de mi madre creo intuir una sonrisa, tierna, que me abraza con fuerza y cierta indulgencia. Sin embargo en los rostros de mi padre y mi hermana Claudia afloran decepción y desprecio, ansias de perderme de vista de una vez por todas.
   
Cuántas veces he pensado en tirarme al suelo y llorar a sus pies, decirles cuánto lo siento; que el pequeño Carlos murió pero que de alguna forma yo también lo acompaño en el mismo ataúd y cementerio. Decirles que estaría dispuesto a terminar con mi vida pegándome un tiro con tal de obtener su perdón y que mi vida son esas malas hierbas que no han dejado crecer esa pequeña planta regada con esmero y convertida por derecho propio en la estrella del jardín. Pero no serviría de nada. Mucho tiempo antes de aquel fatídico 23 de marzo, fecha del accidente de tráfico, ya me habían repudiado. Todavía recuerdo la ironía de sus comentarios acerca de los libros que iban cubriendo las estanterías de mi cuarto: cosas de Dostoievski, Cioran y Thomas Mann. Su poca fe en vidas que no se asemejasen a las suyas, tan puntuales, ordenadas y prácticas a la hora de amasar fortuna. Pero no les guardo rencor alguno, no ser los familiares que todos hubiésemos deseado de haberlo podido elegir tampoco debe implicar un estéril sufrimiento, aunque ciertamente implique mucho.
   
Siento, ahora que Marta me deja de besar para acariciar con su nariz mi oreja, un ligero alivio. Mis ojos, atentos, permanecen cerrados, incapaces de abrirse, por mí, por ella. Y aunque el lirismo de sus pestañas recorra mi frente como son recorridos versos y estrofas, sé que sus ojos, menos desnudos que los míos a la hora de enfrentarse al mundo, también continúan cerrados.
   
Ahora que nos cubrimos con los brazos, árboles caducifolios rebosantes de otoño, todavía recuerdo el instante, en el que todas las normas de conducta que tanto ella como yo habíamos creado se resquebrajaron por completo. La noche en la que, creo que de forma inconsciente, dejé llevarme por la situación y la estreché por la cintura con fuerza, tomando la iniciativa. Desde que nos conocíamos, tampoco hacía mucho, habíamos pactado secretamente a través de la mirada que cualquier cambio de papeles quedaba para un futuro recuerdo de lo no vivido y que posiblemente sólo de esa forma pudiese ser vivido. Pero ahí estaba, era real, la imagen de dos boxeadores noveles en un ring que tal vez conformasen un único boxeador que aún hallándose contra las cuerdas todavía conserva algo de fuerza para como mínimo no perder, que es ganar, en los límites de un espacio que se desprende de él mismo intentando ocupar otro estadio, esta vez superior.
   
Y vuelvo, una vez más, a través de este recuerdo que enlaza con otros recuerdos, y acaso con todo, a reencontrarme con la tragedia, como hago siempre que, hastiado de las dificultades que comporta últimamente para mí el conciliar el sueño, termino por dormirme, exhausto. No es difícil recordar a Carlos, sentado a mi derecha, de copiloto, preguntándome cuándo iba a tener lugar nuestra próxima jornada de pesca, comentándome las ganas que tenía de que le empezase a enseñar a preparar moscas y lo mucho que aprendía conmigo en el río cuando íbamos a pescar truchas a cola de rata. Cómo señalaba las montañas diciéndome si una era más alta que la otra o si debido a su orientación geográfica parecía albergar más nieve que las demás. Yo lo escuchaba perfectamente y asentía, pero me distraían las preocupaciones derivadas de mi nuevo trabajo en la oficina, la insustancialidad de las personas que conformaban mi grupo de amigos por aquellos días y algunas cosas más. De pronto un grito de Carlos me sobresaltó: “¡Frena!” Intenté frenar lo más rápidamente posible, pero fue inútil. Falleció en el acto. Nos empotramos contra un coche que estaba adelantando a un camión justo en mitad de la curva. No tuve tiempo de reaccionar, creo. Llevé un collarín en el cuello y el brazo en cabestrillo durante un tiempo y arrastraré graves secuelas como fuertes dolores cervicales de por vida. Podía perfectamente haberme matado, según me insistieron médicos y enfermeras durante todo el tiempo que duró mi convalecencia. A pesar de que la policía demostró que no había ninguna infracción ni negligencia por mi parte, para mi padre y Claudia siempre seré el culpable de su muerte por llevármelo de pesca a la montaña cuando su madre había hecho otros planes para él. Me atormenta la idea de qué hubiese ocurrido si hubiese estado algo más atento, si quizá de esa forma podría haber esquivado ese golpe tan brutal y violento. Y aunque sé que seres humanos, y más aún conductores, son por regla general de naturaleza distraída, no dejo de beber de la fuente del resentimiento un agua que indudablemente jamás calma la sed.
   
Súbitamente, tras este beso que ya fue beso, mis ojos han vuelto a abrirse. He tardado algo de tiempo en descubrir que la melodía triste y oscura que sonaba por el final de la cara A ha sido saboteada por el afilado tacto de una aguja que se ha quedado encallada. Con las mejillas labradas como surcos de vinilo por la tristeza que proviene de todos aquellos recuerdos, de toda mi vida, voy acercándome hasta el tocadiscos, para quitar el disco, limpiarlo delicadamente con un paño y volverlo a poner. Y Marta y yo, abrazados, volvemos a escucharlo, esta vez de principio a fin, como cetáceos que nadan despojados de unos cuerpos atrapados en la playa, hasta que su voz, tímidamente recostada sobre el colchón ambiental que crepita al final del vinilo, me dice:

-Te quiero. ¿Lo sabes, verdad?

martes, 30 de julio de 2013

Ultra Trail Sobrarbe 2013


Correr en la montaña. Quizá sea algo así como el gusto por tornarse etéreo, por difuminarse entre los pliegues de valles y cumbres, no para dejar de existir, si no para ante nuestros ojos hacerlo junto a la naturaleza de una forma más preclara, conformando así un único contorno ante la perenne estanqueidad del horizonte... lienzo de brillos y tonos zigzagueantes siempre en permanente escapada.
Abrazar el carácter efímero de nuestra vida a aquellos hitos que nos hacen seguir la marcha y evitar que nos sintamos perdidos ante esa maraña de destrucción y sinsentido frente a la que ya por desgracia y en muchos momentos parecemos haber sucumbido.

L'Aínsa al alba ya mostraba algunas de las siluetas que iban a acompañarnos más cerca o lejos durante toda la carrera: Peña Montañesa y Monte Perdido, iconos del Sobrarbe y de los Pirineos (siempre en plural) por derecho propio. El cielo amanecía claro, sin atisbo de nubes, la temperatura parecía perfecta. Después de los últimos meses sólo cabía esperar que esta aventura llegase a su cenit. El tiempo no sería ningún impedimento. Atrás parecía quedar la sombra negruzca de la lesión sobrevolando el firmamento durante las últimas semanas como el ave carroñera que es, siempre al acecho del más mínimo error, del más leve síntoma de debilidad por parte de sus ansiadas presas. Imposible no sentirse humano, demasiado humano, encontrándose tan lejos y alto Monte Perdido, siendo tu primera carrera larga por montaña, rodeado de gente seguramente mucho más y mejor preparada.

Ese amigo de Botorrita que desde el principio empuja hacia la cabeza de carrera, compañero de trabajo y de fatigas con el que escasamente un mes antes nos estrellamos contra el Portiello de Tella, convertido entonces en un frontón de ventisca y niebla; esos otros compañeros: catalanes con la lesión ya instalada en el interior de sus piernas pero todavía capaces de llegar a meta, amplios conocedores y amantes de esta comarca y de estos valles, un ex-jugador de balonmano de Elgoibar y vencedor, en el que seguramente haya sido el partido más difícil de su vida, de ese terrible rival que es el cáncer. Aquellos y aquellas que van en carrera, delante o detrás, primerizos o no, con los que la fraternidad habría seguido siendo la única constante, el único leitmotiv, entre nuestros pasos solapados. Sentirse arropado cada avituallamiento, siempre empujado. Gracias a la organización y a los colaboradores el alimento con el que recuperar fuerzas y la bebida con la que poder refrescarse vencen la barrera que impone su propio armazón físico.
Echarte a un lado, dejar paso, para al rato volverlo a encontrar, apartándose esta vez él a un lado. La pregunta, unas veces evadida, otras taxativamente contestada, del “¿Cuánto queda?”. Y esos gritos de ánimo siempre exultantes, a veces repletos de júbilo, tras dejar atrás a un compañero, también tras ser rebasado. Soldados en nuestra propia batalla, combatiendo contra nosotros mismos para lograr la consecución de nuestras metas, sean éstas las que sean, y enarbolando sin titubeos el tesón como única bandera.

Mientras, desde la Cruz de Guardia el cuerpo anda agitadamente buscando la Bargasera y algo más lejos el Mont, en su descenso a Serveto, tiernos bocados de infancia a los que miro con la misma confianza y lealtad desde hace ya largo trecho. Alejado ya el incesante acoso de la pájara lanzo esas loas interminables de gratitud hacia mi pareja y familia mientras cada latido deja atrás varios escollos burlando el siempre temible traspiés, antesala de una caída que había conseguido esquivar a duras penas en el tortuoso descenso hacia Bielsa.
El cuerpo, sorprendentemente cicatrizado de la profunda incisión que ha supuesto el segundo gran puerto, donde el último tramo de bosque se abría ante mis ojos con poca definición, de forma desenfocada, se abalanza hacia el valle buscando el acomodo de una banda sonora que bien podría estar compuesta por melodías de sintetizadores que se elevan altivos entre sugerentes notas ambientales, suspendidas en el tiempo, intentando vanamente contenerlo. Algo así como un “Al filo de lo imposible” donde la voz en off emerge del crepitar de estos senderos teñidos de rojo y blanco del Sobrarbe, y, que hoy, gracias a esta carrera, han resurgido merecidamente de las cenizas a las que parecían haber sido vilmente condenados. Y donde cada uno, explorador romántico en el destierro al que le ha conferido este siglo, con mayor o menor fortuna, osa buscarse a si mismo.

Y en este humilde homenaje a las montañas (y al Sobrarbe) y a la relación de la humanidad con ellas, merced a esta carrera, resulta inevitable que se alce en mi mente la siempre presente figura del pastor con el can d'aturar, como cuando hace escasamente poco más de un mes un pastor de San Juan de Plan vio como un rayo fulminaba prácticamente a la tercera parte de la totalidad de la cabaña. La heroíca lucha en defensa de la democracia durante más de dos meses de más de 7.000 combatientes de la 43 división, siempre en inferioridad tanto numérica como armamentística, y que nunca me cansó ni cansará oír en boca de paye (mi abuelo): uno de sus protagonistas.
La voluptuosidad de unos ríos, como el Cinca, al principio, y el Cinqueta, después, que este año han arañado los blancos vestidos de unas montañas tomándose su tiempo, en ese eterno y sofisticado juego de seducción al que el calentamiento global parecía habernos desacostumbrado en ésta, que son otras tierras. Colladas, tucas, tozals, leras, conchestas, ibons, el aragonés nuestro y mucho más el de nuestros abuelos asomándose a duras penas (demasiadas litz, muchos esvanzazos que no pudimos, o no quisimos, o no supimos limpiar) por las diferentes vertientes en forma de los distintos dialectos: belsetán, chistabín, patués, fobano...


Y citar a Nietzsche, guerrero eterno y enamorado de las montañas:

Vosotros miráis hacia arriba cuando buscáis elevación, yo miro hacia abajo, porque estoy elevado. Decidme, ¿quién de vosotros puede reír y a la vez estar elevado? El que asciende a las más altas montañas se ríe de todas las tragedias: de las del teatro y de las de la vida.”





A Cristina. A mis pais. A mis payes.

martes, 25 de diciembre de 2012

Poesía

Echar la vista atrás y encontrarla. Desconociéndola. Buscarla y verla, presente, a través de sus silencios y susurros en el latir de un mundo tísico. El sol puede brillar o no, pero sólo la persona que siente ese rayo de sol puede dar sentido (y por ende: magnitud) a ello. Eso es la poesía.

Y cuando nos miramos y no vemos poesía ni vemos belleza ni anhelo de conquista. Sólo vemos una humanidad humilde, conformista. Sin singularidades. Vacía. .

El rayo de luz podrá bañar y entregarte al calor de sus aguas. O como preludio de otoño asomar sobre tu almibarada piel gotas de lluvia visiblemente descarnadas. Es cierto. Pero sólo si hay poesía.
En mitad de la música, del hechizo que guardan algunos lienzos, de la noche recorrida por presencias y ausencias que esquivan el sueño. Eje literario sobre el que deambular y sobre todo recorrerse a uno mismo.

La poesía es hoy más que nunca un medio de subsistencia, afirmación, combate y resistencia.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Lo otro.

El otro, en según que ocasiones, nos llena de perplejidad. Se expresa a través de su voz, de sus movimientos. Se va. Vuelve. Nos mira. ¿Cómo esa persona puede tener vida? ¿A eso llaman vida? Parece un muñeco. Una criatura. Pero se vuelve, nos habla. Aparentemente no hay inteligencia en sus movimientos, si acaso rutina. Se mueve como las hormigas. Está en un hormiguero. Moviéndose bajo los dictados de una fría pulsión atávica.

¿Cómo imaginar que esa persona cobija un alma y, aún más, que la desenmascara a través de sus sentimientos?
Es imposible, ¿verdad?
Todos somos lo otro: una enorme verdad, un diminuto consuelo.