sábado, 22 de diciembre de 2018

Desasosiego

Sus ansias a la hora de tomar aire de mis pulmones la delatan por completo. Cuando siento mi oxígeno perderse entre los confines de su organismo a los que es desterrado siento también perder algo de mi sangre para acabar sintiendo algo más vacío mi cuerpo y mi corazón. Me convierto en un pez que es forzado a cambiar la decoración amazónica por un conjunto de muebles valorado en poco más de 500 € y que echa de menos el rigor de sus condiciones naturales de vida. Aunque desde ese punto de vista ¿quién estará aquí para alcanzar el fulgor vital de dicho recuerdo? ¿Yo? Resulta de gran atractivo dar algo de la vida por apenas un poco de olvido, esa valiosa e interminable droga con la que doblegar el agobio de unas delgadísimas láminas de vidrio que ejercen la custodia de vidas como la mía, aunque a veces la ferocidad de sus efectos secundarios le hagan a uno replantearse la conveniencia de semejante trato.
   
Sus besos siempre constituyen lo mismo, un robo con intimidación, la boca de una pistola que sobresalta la aparente tranquilidad de mis entrañas. No es que nunca haya sido dado a cierto tipo de agresividad sexual, aquella que usurpa en lugar de pedir o dar, y que aúna la potencia de la juventud con el descaro de la madurez; esa energía intrínseca que gusta tanto del poder que pudiendo prescindir del cuerpo lo somete como esclavo. No, no se trata de eso y sí de grandes dosis de desasosiego que, en estos momentos, cuando Marta clava con fuerza sus dedos en mi espalda, me hacen eludir casi por completo toda la energía que emana de su cuerpo; astro, planeta de este Sistema Solar.
   
Las preocupaciones que me ha brindado la vida en esta estación de primavera de la que he partido rumbo a otro destino –obediente y fiel, como siempre la primavera, a la hora de regar con ardor ciertas pasiones comunes a toda la humanidad entre las que crecen desafiantes otras muchas que en la mayoría de las personas pasan mucho más desapercibidas- han barrido con esmero cualquier rastro de lo que ha constituido mi vida pasada. Pero, ¿qué digo sobre mi vida pasada? ¿Por qué me decanto una y otra vez por caer en la trampa que yo mismo me tiendo? ¿Por qué no tengo las suficientes agallas para mirarme al espejo, para introducirme en esa bañera en la que deseo bucear y encontrar entre sus aguas al Eduardo de hace un año y también al de hace seis? ¿Acaso sea demasiado grande el temor de encontrarlos hinchados y azules, descompuestos, o todavía peor, de no encontrarlos, olvidados pastos ya de la voracidad de otros peces?
   
Es mi estilo ponerme trabas, recrear mi vista en las cuerdas que castigan, siempre tensas, toda la superficie de mi piel. Sentir ese latente éxtasis que rodea al ser humano en sus ensimismamientos existenciales, ese regusto por la cruz ya sea clavado a ella o mirándola, siempre ocupada y con peso, desde tierra.
Por eso, por ejemplo, y antes de intentar desembarazarme de este enmarañamiento que crece con fuerza en mi seno para acceder a un interior mucho más real e incluso nítido, este beso se ha cortado. Por eso Marta ha retirado poco a poco sus labios de los míos, muy lentamente, burlándose de la actual noción de movimiento, dándome tiempo para subirme a un tren que se ha acabado esfumando porque yo he dejado que se esfumase, porque mi cabeza es ya un cuadro de Saura, con esos vaivenes blancos, negros y grises que se combinan en un único espacio con ánimo de representar lo irrepresentable, simplemente porque es real y existe.
Por eso no me cuesta nada abstraerme de ese beso que quiere hacer todo y al que no dejo hacer nada. En otras condiciones me dejaría llevar, perdería las fuerzas, o lo poco que ahora me queda de ellas, para unirme a ese torrente que valiente y voraz descubre nuevos giros en sus numerosos saltos hacia el vacío.
No quiero ni abrir los ojos. No quiero que mis desvaríos acaben tomando cuerpo y comprobar que la distancia a la que yo estoy de aquí es la misma que a la que ella está de aquí. Quiero darle el tiempo suficiente para que rápidamente ella –me- descubra mi sed de ella, de anestesia, de amparo en un cobijo que yo mismo me construí hace tiempo, pasados los catorce, donde por lo menos poder jugar y estar a salvo de algunas pulsiones.
   
Y todavía cuando nuestras narices no han dejado de tocarse, de asfixiarse mutuamente y de asfixiar también al poco oxígeno que todavía osa permanecer en esta habitación, Marta me vuelve a besar, inclinándose con fuerza hacia mí, haciendo que me extravíe en una oscuridad que es lo único que consigue ofrecerme algo de luz, no sé si de la forma que ella añora o de la que cree añorar. Y en la dilatación de aquellas bocas, y acaso también de aquellos sentimientos, vuelve a brotar el fuego que ilumina mis entrañas y que termina de dar vida a los rostros de todas esas personas que han estado cerca de mí en los últimos meses. Un puzzle de cuatro piezas donde a mayor gloria de Picasso se revuelven cuatro rostros tan íntima y pictóricamente ligados que acaban por conformar uno solo, y que con ese gesto sombrío y cansado parece remitir a la desesperación más absoluta. Sólo en el rostro de mi madre creo intuir una sonrisa, tierna, que me abraza con fuerza y cierta indulgencia. Sin embargo en los rostros de mi padre y mi hermana Claudia afloran decepción y desprecio, ansias de perderme de vista de una vez por todas.
   
Cuántas veces he pensado en tirarme al suelo y llorar a sus pies, decirles cuánto lo siento; que el pequeño Carlos murió pero que de alguna forma yo también lo acompaño en el mismo ataúd y cementerio. Decirles que estaría dispuesto a terminar con mi vida pegándome un tiro con tal de obtener su perdón y que mi vida son esas malas hierbas que no han dejado crecer esa pequeña planta regada con esmero y convertida por derecho propio en la estrella del jardín. Pero no serviría de nada. Mucho tiempo antes de aquel fatídico 23 de marzo, fecha del accidente de tráfico, ya me habían repudiado. Todavía recuerdo la ironía de sus comentarios acerca de los libros que iban cubriendo las estanterías de mi cuarto: cosas de Dostoievski, Cioran y Thomas Mann. Su poca fe en vidas que no se asemejasen a las suyas, tan puntuales, ordenadas y prácticas a la hora de amasar fortuna. Pero no les guardo rencor alguno, no ser los familiares que todos hubiésemos deseado de haberlo podido elegir tampoco debe implicar un estéril sufrimiento, aunque ciertamente implique mucho.
   
Siento, ahora que Marta me deja de besar para acariciar con su nariz mi oreja, un ligero alivio. Mis ojos, atentos, permanecen cerrados, incapaces de abrirse, por mí, por ella. Y aunque el lirismo de sus pestañas recorra mi frente como son recorridos versos y estrofas, sé que sus ojos, menos desnudos que los míos a la hora de enfrentarse al mundo, también continúan cerrados.
   
Ahora que nos cubrimos con los brazos, árboles caducifolios rebosantes de otoño, todavía recuerdo el instante, en el que todas las normas de conducta que tanto ella como yo habíamos creado se resquebrajaron por completo. La noche en la que, creo que de forma inconsciente, dejé llevarme por la situación y la estreché por la cintura con fuerza, tomando la iniciativa. Desde que nos conocíamos, tampoco hacía mucho, habíamos pactado secretamente a través de la mirada que cualquier cambio de papeles quedaba para un futuro recuerdo de lo no vivido y que posiblemente sólo de esa forma pudiese ser vivido. Pero ahí estaba, era real, la imagen de dos boxeadores noveles en un ring que tal vez conformasen un único boxeador que aún hallándose contra las cuerdas todavía conserva algo de fuerza para como mínimo no perder, que es ganar, en los límites de un espacio que se desprende de él mismo intentando ocupar otro estadio, esta vez superior.
   
Y vuelvo, una vez más, a través de este recuerdo que enlaza con otros recuerdos, y acaso con todo, a reencontrarme con la tragedia, como hago siempre que, hastiado de las dificultades que comporta últimamente para mí el conciliar el sueño, termino por dormirme, exhausto. No es difícil recordar a Carlos, sentado a mi derecha, de copiloto, preguntándome cuándo iba a tener lugar nuestra próxima jornada de pesca, comentándome las ganas que tenía de que le empezase a enseñar a preparar moscas y lo mucho que aprendía conmigo en el río cuando íbamos a pescar truchas a cola de rata. Cómo señalaba las montañas diciéndome si una era más alta que la otra o si debido a su orientación geográfica parecía albergar más nieve que las demás. Yo lo escuchaba perfectamente y asentía, pero me distraían las preocupaciones derivadas de mi nuevo trabajo en la oficina, la insustancialidad de las personas que conformaban mi grupo de amigos por aquellos días y algunas cosas más. De pronto un grito de Carlos me sobresaltó: “¡Frena!” Intenté frenar lo más rápidamente posible, pero fue inútil. Falleció en el acto. Nos empotramos contra un coche que estaba adelantando a un camión justo en mitad de la curva. No tuve tiempo de reaccionar, creo. Llevé un collarín en el cuello y el brazo en cabestrillo durante un tiempo y arrastraré graves secuelas como fuertes dolores cervicales de por vida. Podía perfectamente haberme matado, según me insistieron médicos y enfermeras durante todo el tiempo que duró mi convalecencia. A pesar de que la policía demostró que no había ninguna infracción ni negligencia por mi parte, para mi padre y Claudia siempre seré el culpable de su muerte por llevármelo de pesca a la montaña cuando su madre había hecho otros planes para él. Me atormenta la idea de qué hubiese ocurrido si hubiese estado algo más atento, si quizá de esa forma podría haber esquivado ese golpe tan brutal y violento. Y aunque sé que seres humanos, y más aún conductores, son por regla general de naturaleza distraída, no dejo de beber de la fuente del resentimiento un agua que indudablemente jamás calma la sed.
   
Súbitamente, tras este beso que ya fue beso, mis ojos han vuelto a abrirse. He tardado algo de tiempo en descubrir que la melodía triste y oscura que sonaba por el final de la cara A ha sido saboteada por el afilado tacto de una aguja que se ha quedado encallada. Con las mejillas labradas como surcos de vinilo por la tristeza que proviene de todos aquellos recuerdos, de toda mi vida, voy acercándome hasta el tocadiscos, para quitar el disco, limpiarlo delicadamente con un paño y volverlo a poner. Y Marta y yo, abrazados, volvemos a escucharlo, esta vez de principio a fin, como cetáceos que nadan despojados de unos cuerpos atrapados en la playa, hasta que su voz, tímidamente recostada sobre el colchón ambiental que crepita al final del vinilo, me dice:

-Te quiero. ¿Lo sabes, verdad?

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