jueves, 10 de enero de 2019

No amarás (Kieslowski, 1988)

Quién sana las heridas y quién las produce. Quién se alimenta de ellas y a quién le hacen morir. El entrar en lo desconocido, el robar, el usurpar, entrometerse en otra realidad distinta y de tiempo fugaz; el ser domado por el juego, acaramelándolo en un refugio entre muecas y balbuceos. Quién mira, quién se deja ver. Quién orquesta y en torno a qué. Quién baila con furia alrededor del fuego en la tranquilidad del salón. Esoterismo y razón.

Observar la realidad y ser observada. Llegar tarde, triste, sintiendo que ya nada es como era ni como nunca se imaginó que podía ser, con una tristeza que se derrama por su ser como una botella de leche por encima de la mesa. Y tras la que echarse a llorar. Sinónimo inequívoco del alimento más completo del mundo, el que nos hace vivir y crecer, y que Tomek, y hasta la madre de su amigo, deposita en la puerta de Magda al comenzar un nuevo día. La leche como prefacio del amor y también del sexo. Y que nadie, salvo Kieslowski, puede retratar mejor. Con el tempo adecuado, al milímetro; un color real; unas expresiones inmaculadas, sin caer en la estridencia y mucho menos en la superficialidad.

El sí a todo de un amor y el no a todo de una persona que ha probado un bocado del que renegar para terminar ansiando más. Los tres protagonistas ven todo desde su trinchera pero de repente al final se produce el cambio; escapar del cuerpo, mirar y ver a través de otros ojos. Emocionarse ante lo que ocurre allí. De la única forma de la que el amor adulto brota y vuelve a brotar.