viernes, 28 de diciembre de 2018

Wonderland (Winterbottom, 1999)

Esas copas que sobran y esos cigarrillos que echar de menos. El marchar, el quedarse; el permanecer y desvanecerse. La idea de unión, la conflagración; la necesidad, partir peras. El buscar sin gana, el ser despachado por la puerta de atrás. Un márchamo del mundo contemporáneo donde parece que lo emocional se vuelve irresoluble, como gigantescas ecuaciones de dudoso final. Donde ya no sirven los libros de historia que conocíamos, ni los consejos de nuestros familiares y amigos; donde todo es una revuelta personal, contra uno mismo y los demás; una comuna imaginaria repleta de fuerzas fratricidas y donde de las cenizas no hacen sino emerger ilusiones pero también resquemores.

Todo empieza y acaba dentro pero a través de lo que habita ahí fuera. Cada persona es dueña de sí pero víctima de los demás. Y lo que hay fuera también es víctima de esa familia con tres hijas. Y un hijo. Pero aunque las persianas estén bajadas o aunque la luz del sol sea cegadora siempre hay luces que se abren para brillar sin resultar dañinas. Se abren por que sí, sin más vueltas. Que cinco años después, 9 songs fuese como es, con todos sus momentos, buenos y malos, es mérito de esta película. No deja de ser una continuación.

Destacar sobre todo de Wonderland la grabación (un poco) a lo Dogma, cámara en mano, acelerando o ralentizando el tempo, porque el tiempo nunca ha sido una medida lineal con la que delimitar el todo; con una fotografía espectacular del modo de vida urbano y una banda sonora que se fusiona a la perfección con la imagen de los pubs con gente bailando o simplemente tarareando una canción con una cerveza en la mano mientras los han dejado plantados. Londres. Cualquier gran ciudad contemporánea. Un plano milimétrico de cómo y porqué se tambalean los cimientos de las formas de vida que nutren su existencia.

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